Con vocación de esposos.
Nos gusta decir, que la indisolubilidad no consiste solamente en no divorciarse y permanecer juntos para toda la vida. La indisolubilidad consiste en que Dios nos ha unido. Y Dios no une por un “pespunte”. Dios une nuestra carne, nuestro corazón y nuestra alma.
La conversación de Jesús con el joven rico, va un poco de eso: Hasta qué punto estoy dispuesto a implicarme en el amor. ¿Qué le falta al joven? Le falta cambiar la obligación por la gratuidad.
Dios no usa algo para medir qué leyes y mandamientos hemos cumplido. La justicia de Dios es misericordia, o sea, su justicia no es retributiva (“Qué tengo que hacer para obtener la vida eterna”) sino restaurativa (“Si quieres llegar hasta el final…”). El que tiene una verdadera vocación, no mide, no pone límites. Está dispuesto a todo para “llegar hasta el final”. Ponemos aquí esa famosa frase del Concilio Vaticano II que tanto le gustaba a San Juan Pablo II: “El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo” (GS nº24).
Se trata de discernir la diferencia entre el matrimonio como un estado de vida o como una vocación. Es la pregunta que te hace hoy Jesús: “Si quieres llegar hasta el final…” Los puntos suspensivos, los pones tú, porque sólo tú y Dios sabéis qué te falta.
Es obvio que al joven rico sentía que le faltaba algo cuando fue a preguntarle a Jesús. También el evangelista nos deja claro que se fue triste. Jesús no fue detrás de él para convencerle. Es su libertad la que le separa de la felicidad. Tenía su vaso repleto de dinero y en él no cabía la oferta de Jesús.
El matrimonio no es sólo un proyecto propio o de los dos, sino sobre todo, un Proyecto de Dios. Nuestra vocación consiste en la entrega mutua en Cristo y por Cristo. Ese es nuestro “llegar al final”. Una vez tomada la decisión de dejarlo todo por Él, disfrutemos del tesoro que el joven rico despreció: Jesús nos ofrece “veniros conmigo”. La cita es a los pies de la cruz: Él nos espera con los brazos abiertos, y nosotros llevamos nuestros vasos vacíos. Él se da como Esposo, nosotros le acogemos como Esposa (Iglesia doméstica). El entrega su sangre, nosotros la recogemos para que nos purifique. Él nos entrega su cuerpo, nosotros nos alimentamos de él para entregarnos en la carne. Él nos entrega su Espíritu, nosotros nos amamos con Él, es Él quien nos Cristifica en un solo cuerpo, corazón y espíritu en un camino juntos y con Él.
¡Matrimonios entusiasmados, amigos de Cristo! Alegraos de haberle encontrado y saborear el buen vino que hace de nuestro amor, de encontrar el tesoro por el que estamos dispuestos a venderlo todo, no se trata de dejar, sino de entregarle todo lo que nos ha dado y lo que no tenemos ¡todo!
Hoy oramos con esa plegaria tan certera de San Ignacio: Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh, buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti. Del enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti. Para que con tus santos te alabe. Por los siglos de los siglos. Amén.