EVANGELIO
Ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre.
Lectura del santo Evangelio según san Juan 19, 25-34
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed».
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.
Palabra del Señor.
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Ese “alguien”.
Hoy he recibido una gracia que me ha permitido ponerme en la piel de María en el momento que relata este Evangelio. Me he visto a los pies de una cruz de la que pendía mi único hijo, abandonado por los suyos, y agonizando tras un brutal maltrato y un desprecio indigno hasta del más miserable de los miserables. En mi corazón hay un sufrimiento indescriptible, pero no hay rencor hacia los verdugos, sino que hay entrega generosa y voluntaria por amor a alguien.
Si terrible es la escena de Abraham cuando Dios le pide el sacrificio de su hijo, mucho más terrible es esta escena, porque en esta ocasión Dios no detiene el Sacrificio. La entrega se consuma hasta ver morir a mi único hijo. Y esta entrega que realizo voluntariamente unido a Él, la ofrezco con Él por alguien.
Si yo, puesto en la piel de María, estuviese haciendo ese sacrificio por alguien, no me puedo imaginar cuánto querría a ese “alguien”.
Ahora que he intentado vivir esta experiencia de María adentrándome en Su Corazón, entiendo un poco más qué es eso de ser Madre de la Iglesia. Ahora entiendo que ese “alguien” era yo, y no puedo contener la emoción.
Aterrizado a la vida Matrimonial:
Carmen: ¿Qué te pasa estos días, Paco, que te veo tan contento?
Paco (esposo de Carmen): Me pasa que he dejado de mirar las dificultades del día a día como un problema. Me pasa que he dejado de mirar mis limitaciones como un problema, ni siquiera mis pecados. Bueno, sí, hago examen de conciencia y vivo el dolor de corazón de haber ofendido a Dios, a ti y a otros, pero en seguida, me levanto con alegría.
Carmen: Y ese cambio, ¿a qué se debe?
Paco: A que estoy súper tranquilo, porque he descubierto cuánto me quiere mi Madre con mayúsculas. Me consagré a Ella hace tiempo, pero en la oración, como sabes, me estoy adentrando en Su Corazón, voy comprendiendo Su Corazón y el mío empieza a palpitar con el Suyo, milagrosamente. Y así he podido comprender un poquito de lo que me ama. Amándome mi Madre así, no tengo nada que temer. Me pongo en Sus manos y ¿qué no va a hacer Ella por mí? Le entrego todo lo que hago y ¿no lo va a embellecer inmensamente antes de presentárselo a Dios? Pues claro que sí. Me pongo a Su disposición y ¿no me va a guiar por el mejor camino? Pues claro que sí. He descubierto lo que me ama mi Madre, y estoy en sus brazos como ese hijo que descansa a gusto, tranquilo, sin miedo, en el regazo materno.
Madre,
Concédeme el don de experimentar siempre todo lo que me amas. Quisiera situarme junto a ti a los pies de la cruz para abrazarte y consolarte, porque Tu Hijo ha tenido que morir por mis pecados. Quisiera estar a tu lado para decirte al oído un enorme ¡Gracias, Madre, por quererme tanto!