De la letra que mata al Espíritu que vivifica.
“Pero cuando viniere el Espíritu de verdad os conducirá a toda verdad transportándoos con su doctrina y su misión de la letra que mata, al Espíritu que vivifica, en el cual está fundada toda la verdad de la Escritura.” (Dídimo, l. 2, tom. 9, inter op. S. Hieron.)
En cierta ocasión decía Mons. Munilla en Radio María: El que quiera reformar la Iglesia que antes, sea Santo. La Iglesia no se nutre de nuevas ideologías o modas. Todas ellas acaban desapareciendo tarde o temprano. La fe de la Iglesia se alimenta y se plenifica a través del Espíritu Santo, y Él actúa en los santos a los que guía. San Juan Pablo II inició el ambicioso proyecto de crear una cultura para el matrimonio y la familia, a la que dedicó gran parte de su pontificado. Ahora es santo, y eso refuerza indudablemente la veracidad de sus propuestas.
Muchas veces nos empeñamos en cambiar algunas actitudes de nuestro esposo (genérico). ¿No es esta una de las principales misiones de los esposos? No en vano, en la creación, Dios se referirá a Eva como “una ayuda semejante a él” (Adán). Podemos y debemos ayudarnos mutuamente a llegar a Dios, pero no desde la imposición, ni siquiera una explicación razonable surte efecto la mayoría de las veces.
En la medida en que nos dejemos llevar por el Espíritu Santo podremos acceder al corazón del amado. Por tanto, si quieres que cambie tu esposo/a, conviértete tú primero. Sé santo. Tu esposo sabrá reconocer en ti, al Espíritu de la verdad. También la familia, como “Iglesia doméstica” debe ser conducida por el Espíritu Santo.
“Pero llega la hora, ya ha llegado, en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre en espíritu y de verdad. Tal es el culto que busca el Padre.” (Jn 4,23)
Esposos, dejémonos conducir de la letra que mata, al Espíritu que vivifica.
Espíritu Santo, concededme para mí, para mi esposo(a) y para mis hijos, aquellos dones divinos con que fortalecisteis a los Apóstoles; aquella gracia
poderosa que ilumina el entendimiento, mueve dulcemente la voluntad, y vence gloriosamente la concupiscencia.