EVANGELIO
Mi alma está triste hasta la muerte
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 26, 36-42
Jesús fue con sus discípulos a un huerto, llamado Getsemaní, y le dijo:
«Sentaos aquí, mientras voy allá a orar».
Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a sentir tristeza y angustia.
Entonces les dijo:
«Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo».
Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú».
Y volvió a los discípulos y los encontró dormidos.
Dijo a Pedro:
«¿No habéis podido velar huna hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil».
De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo:
«Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad».
Palabra del Señor.
Feliz de verle amar así.
(Nota: Se hace uso genérico del masculino para designar la clase sin distinción de sexos.)
Hoy celebramos que Jesucristo es Sumo y Eterno Sacerdote. Es el elegido de entre los hombres para ofrecer dones y sacrificios al Padre en favor de los hombres, por sus pecados.
Dios es tan bueno, tan hermoso, tan generoso… Cuando me encuentro con una persona buena y generosa, que me entrega mucho de sí y de su tiempo, siento la necesidad de corresponderle. Si hay una Persona que me lo ha dado todo, hasta el extremo, se merece que le entregue mi vida. Pero si además le he fallado una y otra vez, no puedo compensarle. Cristo, el único inocente, se entrega por mí. No sé cómo no se me parte el alma de contemplar cómo Cristo siente una tristeza en su alma hasta la muerte por culpa de mis pecados.
Estoy absolutamente en deuda con Dios. Tengo que dedicar mi vida a alabarle, a ofrecerme por Él desde mi vocación de esposo, unirme a Su sacrificio y colaborar hasta donde puedo en la salvación del mundo, por esos otros que no se ofecen a Él. Lo hago gustoso ¿Qué menos?
Una historia:
Podríamos definir a María como la generosidad en persona. Era toda una señora. Tenía una enorme fortuna que había conseguido por sí misma, pero nunca pensó en ella. Nunca se vanaglorió de sus riquezas.
María rescató a una niña pobre, de una barriada del extrarradio de la ciudad. Sus padres la habían abandonado, porque no tenían medios. La Sra. María, la acogió en su casa, y la cuidó como una hija. Le dio su apellido, la vistió como una señorita, la alimentó día a día y le dio una educación. Le hacía vestidos a medida con sus propias manos, le enseñaba modales… hasta que la convirtió en una gran mujer. Aquella niña, Mercedes, había cumplido ya los 18.
Mercedes nunca fue muy consciente de lo mucho que había recibido de su madre adoptiva. La verdad es que nunca le dio las gracias. Más bien al contrario. Siempre se estaba quejando, como si todo le pareciese poco. Despreciaba a María y se mofaba y le criticaba ante sus amigas. Decía que era una pesada y le molestaba que siempre estuviese pendiente de ella.
María tenía un hijo varón, que estaba estudiando en el extranjero. Cuando acabó sus estudios, volvió a casa de la madre. Luis, el hijo de María, que prácticamente no había convivido con Mercedes, al verla ya hecha una jovencita, se enamoró perdidamente de ella. Mercedes por su parte, pasaba de Luis, y había decidido marcharse de casa e irse lejos de María, en cuanto cumpliese los 18. Estaba preparándolo todo para marcharse, cuando Luis le salió al encuentro y le dijo: Mercedes, no te mereces todo lo que te ha entregado mi madre. Te lo ha dado todo y tú, a cambio, le has hecho mucho daño. Todos tus reproches le han afectado gravemente a la salud, y está muy delicada. Si te vas, le vas a dar la puntilla. Yo quiero muchísimo a nuestra madre, y estoy enamorado de ti. Cásate conmigo y prometo dartelo todo, hagas lo que hagas. Cásate conmigo aunque no me quieras, porque yo sí te querré para siempre, y mi madre se sentirá feliz de vernos juntos.
Mecedes se casó con Luis, y cómo no, le hizo la vida imposible. Le fue infiel con todo el que pudo, se reía de él, decía que era tonto por haberse enamorado de ella. Y siempre que podía, le robaba dinero a su madre. A menudo le ignoraba y no le dirigía la palabra en todo el día. A veces desaparecía durante meses y Luis no sabía ni siquiera donde estaba ni con quién. Pero cuando volvía a casa, él la acogía con cariño. Siempre con una sonrisa, porque su Madre, la que le había dado todo, estaba feliz de verle amar así.
Si esta historia te parece dura, mucho más lo es la nuestra con el Padre y con Cristo Esposo.
Madre,
Hasta que no lleguemos al juicio final, no descubriremos lo injustos que hemos sido con Dios. Jesucristo sufrió por nuestros pecados de esa manera tan atroz, como nos cuenta el Evangelio. No somos conscientes de lo que le estamos haciendo. Yo Madre, quiero unirme a Él, para darle un poco de consuelo. Ayúdame, Madre. Alabado sea el Señor que tanto nos ama. Alabado sea el Sacerdote eterno. Amén.