08 de marzo de 2015
Proyecto Amor Conyugal
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 30 de enero de 1980
El misterio del estado originario del hombre
Interpretación del texto:
El Génesis nos muestra cómo a través del don de Dios se irradia el amor en la creación. Sólo el amor crea el bien, y el mayor bien es el hombre, que es el objetivo final de todos los demás dones de Dios de la creación. El amor de Dios se contempla: en la imagen de la felicidad originaria, en el hecho de que Dios nos crea hombre y mujer o en el significado esponsalicio del cuerpo, es decir, preparado para donarse mutuamente hombre y mujer. Esto que experimentan el hombre y la mujer desde el principio, esa posibilidad de donarse mutuamente a través del cuerpo, da testimonio de que el amor es la base y se irradia a la creación. En el génesis no solamente se habla de la creación del hombre, sino de cómo el Espíritu es infundido en el hombre y le lleva a un estado de santidad, a ese hombre que es el “primero”. La referencia al hombre como “primero” viene a significar “de Dios” o “hijo de Dios”. Podríamos resumir este apartado diciendo que Dios, irradia su amor en el hombre y la mujer creándolos santos, preparados para vivir la experiencia de la mutua entrega e irradiar a su vez ese bien que procede del amor.
2. La felicidad surge de arraigarse en el amor. La felicidad originaria nos habla del principio y consiste en que el hombre procede del amor y da comienzo al amor. Este origen del amor y destino hacia el amor no tiene vuelta atrás, a pesar del pecado y de la muerte. Cristo será testigo del amor irreversible del Creador que se había manifestado ya en la Creación y en la gracia de la desnudez originaria: Hombre y mujer eran inmunes a la vergüenza por el amor que reciben como una gracia del Creador que les permite no necesitar de la protección de la vergüenza.
3. Se trata del estado de inocencia originaria, en la que el hombre vivía al margen de la ciencia del bien y de mal. En la plenitud de la creación, el hombre existe en el mundo antes de la ruptura de la primera alianza con Dios. La plenitud del hombre es su participación en la santidad de Dios. A este concepto se le llama “justicia originaria”.
Hombre y mujer llevan esta inocencia inscrita en sus orígenes. La desnudez recíprocamente libre de vergüenza se menciona únicamente en el Génesis. En ningún otro libro de la biblia. Más bien al contrario, hay muchos pasajes en los que se menciona la desnudez unida a la vergüenza. La inocencia pertenece solamente a la gracia que Dios transmite al hombre en el momento de la creación, un don que Dios pone en lo más profundo del corazón del hombre, que permite a ambos la relación recíproca del don desinteresado de sí. Es un acto de revelación por parte de Dios y de descubrimiento por parte del hombre. Es el significado esponsalicio del cuerpo, a través del que Dios revela al hombre este modelo de relación de entrega mutua, y es también en ese significado esponsalicio del cuerpo a través de la inocencia originaria desde la que el hombre la descubre.
4 El hombre se separó del misterio de la inocencia originaria cometiendo el pecado original, pero puede acercarse a entenderla como contraste con la propia culpa y el estado pecaminoso que vive actualmente, es decir, partiendo de la experiencia actual de la vergüenza se intuye lo que pudo haber sido no necesitar de la vergüenza. La inocencia es lo que en nuestras raíces, excluye la vergüenza, elimina su necesidad en el corazón del hombre. Parece referirse ante todo al estado de la voluntad humana.
5 Tratamos de reconstruir desde nuestra perspectiva de pecado, la inocencia originaria como experiencia recíproca. La felicidad y la inocencia están inscritas en el origen de la relación de comunión entre personas. Son como dos hilos convergentes de la experiencia del hombre en el misterio de la creación. Se trata de recuperar la “pureza de corazón” que conserva una fidelidad interior al don del significado esponsalicio del cuerpo, que es el que nos santifica.
Comentarios del encuentro:
COMPROMISO:
Copia íntegra de la catequesis de JPII:
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 30 de enero de 1980
El misterio del estado originario del hombre
La realidad del don y del acto de donar, delineada en los primeros capítulos del Génesis, como contenido constitutivo del misterio de la creación, confirma que la irradiación del amor es parte integrante de este mismo misterio. Sólo el amor crea el bien y, en definitiva, sólo puede ser percibido en todas sus dimensiones y perfiles a través de las cosas creadas y sobre todo del hombre. Su presencia es como el resultado final de la hermenéutica del don que aquí estamos realizando. La felicidad originaria, el «principio» beatificante del hombre al que Dios creó «varón y mujer» (Gn 1,27), el significado esponsalicio del cuerpo en su desnudez originaria: todo esto expresa el arraigo en el amor. Este donar coherente, que se remonta hasta las raíces más profundas de la conciencia y de la subsconciencia, a los últimos estratos de la existencia subjetiva de ambos, varón y mujer, y que se refleja en su recíproca «experiencia del cuerpo», da testimonio del arraigo del amor. Los primeros versículos de la Biblia hablan tanto de ello, que disipan toda duda. Hablan no sólo de la creación del mundo y del hombre en el mundo, sino también de la gracia, esto es, de la comunicación en la santidad, de la irradiación del Espíritu, que produce un estado especial de «espiritualización» en ese hombre, que de hecho fue el primero. En el lenguaje bíblico, esto es, en el lenguaje de la revelación, la calificación de «primero» significa precisamente «de Dios»: «Adán, hijo de Dios» (Cf. Lc 3,38).
2. La felicidad es el arraigarse en el amor. La felicidad originaria nos habla del «principio» del hombre, que surgió del amor y ha dado comienzo al amor. Y esto sucedió de un modo irrevocable, a pesar del pecado sucesivo y de la muerte. A su tiempo, Cristo será testigo de este amor irreversible del Creador y Padre, que ya se había manifestado en el misterio de la creación y en la gracia de la inocencia originaria. Y por esto también el «principio» común del varón y la mujer, es decir, la verdad originaria de su cuerpo en la masculinidad y feminidad, hacia el que dirige nuestra atención el Génesis 2, 25, no conoce la vergüenza. Este «principio» se puede definir también como inmunidad originaria y beatificante de la vergüenza por efecto del amor.
3. Esta inmunidad nos orienta hacia el misterio de la inocencia originaria del hombre. Es un misterio de su existencia anterior a la ciencia del bien y del mal, y como «al margen» de ésta. El hecho de que el hombre exista en este mundo, antecedentemente a la ruptura de la primera Alianza con su Creador pertenece a la plenitud del misterio de la creación. Si, como hemos dicho antes, la creación es un don hecho al hombre, entonces su plenitud es la dimensión más profunda y determinada de la gracia, esto es, de la participación en la vida íntima de Dios mismo, en su santidad. Esta es también en el hombre fundamento interior y fuente de su inocencia originaria. Con este concepto —y más precisamente con el de «justicia originaria»—, la teología define el estado del hombre antes del pecado original. En el presente análisis del «principio», que nos allana los caminos indispensables para la comprensión de la teología del cuerpo, debemos detenernos sobre el misterio del estado originario del hombre. En efecto, pr iecisamente esa conciencia del cuerpo —más aún, la conciencia del significado del cuerpo— que tratamos de iluminar a través del análisis del «principio», revela la peculiaridad de la inocencia originaria.
Lo que se manifiesta quizá mayormente en el Génesis 2, 25, es precisamente el misterio de esta inocencia, que tanto el hombre como la mujer llevan desde los orígenes, cada uno en sí mismo. Su mismo cuerpo es testigo, en cierto sentido, «ocular» de esa característica. Es significativo que la afirmación encerrada en Génesis 2, 25 —acerca de la desnudez recíprocamente libre de vergüenza—, sea una enunciación única en su género dentro de toda la Biblia, tanto, que no se repetirá jamás. Al contrario, podemos citar muchos textos en los que la desnudez está unida a la vergüenza, o incluso, en sentido todavía más fuerte a la «ignominia»[1]. En este amplio contexto son mucho más claras las razones para descubrir en el Génesis 2, 25 una huella particular del misterio de la inocencia originaria y un factor especial de su irradiación en el sujeto humano. Esta inocencia pertenece a la dimensión de la gracia contenida en el misterio de la creación, es decir, a ese misterioso don hecho a lo más íntimo del hombre al «corazón» humano que permite a ambos, varón y mujer, existir desde el «principio» en la recíproca relación del don desinteresado de sí. En esto está encerrada la revelación y a la vez del descubrimiento del significado «esponsalicio» del cuerpo en su masculinidad y feminidad. Se comprende por qué hablamos, en este caso, de revelación y a la vez de descubrimiento. Desde el punto de vista de nuestro análisis, es esencial que el descubrimiento del significado esponsalicio del cuerpo, que leemos en el testimonio del libro del Génesis, se realice a través de la inocencia originaria; más aún, este descubrimiento es quien la revela y la hace patente.
4. La inocencia originaria pertenece al misterio del «principio» humano, del que se separó después el hombre «histórico» cometiendo el pecado original. Pero esto no significa que no esté en disposición de acercarse a ese misterio mediante su ciencia teológica. El hombre «histórico» trata de comprender el misterio de la inocencia originaria como a través de un contraste, esto es, remontándose a la experiencia de la propia culpa y del propio estado pecaminoso [2]. Trata de comprender la inocencia originaria como característica esencial para la teología del cuerpo, partiendo de la experiencia de la vergüenza; efectivamente, el mismo texto bíblico lo orienta así. La inocencia originaria es, pues, lo que «radicalmente», esto es, en sus mismas raíces, excluye la vergüenza del cuerpo en la relación varón-mujer, elimina su necesidad en el hombre, en su corazón, o sea, en su conciencia. Aunque la inocencia originaria hable sobre todo del don del Creador, de la gracia que ha hecho posible al hombre vivir el sentido doe la donación primaria del mundo, y en particular el sentido de la donación recíproca del uno al otro a través de la masculinidad y feminidad en este mundo, sin embargo esta inocencia parece referirse ante todo al estado interior del «corazón» humano, de la voluntad humana. Al menos indirectamente, en ella está incluida la revelación y el descubrimiento de la humana conciencia moral, la revelación y el descubrimiento de toda la dimensión de la conciencia —obviamente, antes del conocimiento del bien y del mal—. En cierto sentido, se entiende como rectitud originaria.
15 5. En el prisma de nuestro «a posteriori histórico» tratamos de reconstruir, en cierto modo, la característica de la inocencia originaria, entendida cual contenido de la experiencia recíproca del cuerpo como experiencia de su significado esponsalicio (según el testimonio del Gn 2,23-25). Puesto que la felicidad y la inocencia están inscritas en el marco de la comunión de las personas, como si se tratase de dos hilos convergentes de la existencia del hombre en el misterio de la creación, la conciencia beatificante del significado del cuerpo —esto es, del significado esponsalicio de la masculinidad y la feminidad humanos— está condicionada por la inocencia originaria. No parece que haya impedimento alguno para entender aquí esa inocencia originaria como una particular «pureza de corazón», que conserva una fidelidad interior al don según el significado esponsalicio del cuerpo. Por consiguiente, la inocencia originaria, concebida así, se manifiesta como un testimonio tranquilo de la conciencia que (en este caso) precede a cualquier experiencia del bien y del mal; y sin embargo este testimonio sereno de la conciencia es algo mucho más beatificante. Efectivamente, se puede decir que la conciencia del significado esponsalicio del cuerpo, en su masculinidad y feminidad, se hace «humanamente» beatificante sólo por medio de este testimonio.
Dedicaremos la próxima meditación a este tema, esto es, al vínculo que, en el análisis del «principio» del hombre, se delinea entre su inocencia (pureza de corazón) y su felicidad.
[1] La «desnudez», en el sentido de «falta de vestido», en el antiguo Oriente Medio significaba el estado de abyección de los hombres privados de libertad: esclavos, prisioneros de guerra o condenados, los que no gozaban de la protección de la ley. La desnudez de las mujeres se consideraba deshonor (cf., por ejemplo, las amenazas de los Profetas: Os 1, 2, y Ez 23, 26, 29).
El hombre libre, atento a su dignidad, debía vestirse suntuosamente: cuanta más mayor cola tenían los vestidos, tanto más alta era la dignididad (cf., por ejemplo el vestido de José, que inspiraba celos en sus hermanos; o de los fariseos, que alargaban sus franjas).
El segundo significado de la «desnudez», en sentido eufemístico, se refería al acto sexual. La palabra hebrea cerwat significa un vacío especial (por ejemplo, del paisaje), falta de vestido, expolio, pero no comportaba nada de oprobioso.
[2] «Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido por esclavo del pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago… Pero entonces ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado, que mora en mí. Pues yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado, que habita en mí. Por consiguiente, tengo en mí esta ley: que, queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rm 7,14-15 Rm 7,17-24 cf. , «Video meliora proboque, deteriora sequor», Ovidio, Metamorph. VII, Rm 20).