El mal necesita ser sanado.
El Evangelio de hoy nos dice cosas muy concretas para nuestra relación matrimonial:
“No hagáis frente al que os agravia” o sea, al que nos hace mal. Como dice San Agustín (de sermone Domini, 1, 19): “… la paz perfecta quita toda venganza desde su principio.” Ésta es la paz que Cristo nos da después de resucitado, la paz perfecta. Si no respondemos al mal que nos pueda hacer nuestro esposo (genérico), viviremos la paz perfecta en nuestro corazón y en nuestra relación.
San Gregorio Magno, Moralia, 31, 13. “Más debemos temer por los ladrones, que sentir la pérdida de las cosas terrenas. Cuando se pierde la paz del corazón respecto del prójimo por una cosa terrena, se evidencia que amamos al prójimo menos que a las cosas.”
Más importante es nuestro esposo que el motivo del agravio o el enfado, que serán cosas terrenas, pasajeras, que no permanecen. Y por tanto tienen un valor eternamente inferior al valor de nuestro esposo y de nuestra comunión.
Cuando recibo mal de mi esposo (genérico) es porque éste tiene un mal. Quizás la carencia del amor de Dios, y da lo que tiene, su propio amor limitado y humano. Por eso necesita recibir bien. Necesita recibir amor, no lo olvides. La carencia a veces se expresa con el grito de dolor. Si tu esposo te necesita, no huyas, dale tu corazón, tu escucha, tu comprensión. Acompáñale aunque te suponga dolor.
Si algo afecta negativamente a nuestra comunión (nuestra unión elevada a sacramento), no lo hagas. Y por el contrario, haz todo lo que mejore vuestra comunión.
En estas situaciones de agravio, digámosle al Señor: Señor, escucha mis palabras, atiende a mis gemidos, haz caso de mis gritos de auxilio, Rey mío y Dios mío.