EVANGELIO
Si quieres, puedes limpiarme
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 8, 1-4
Al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente.
En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo:
«Señor, si quieres, puedes limpiarme».
Extendió la mano y lo tocó, diciendo:
«Quiero, queda limpio».
Y en seguida quedó limpio de la lepra.
Jesús le dijo:
«No se lo digas a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio».
Palabra del Señor.
La lepra de hoy.
(Nota: Se hace uso genérico del masculino para designar la clase sin distinción de sexos.)
La lepra era una enfermedad corrosiva, que se creía que procedía del pecado y que incapacitaba al “impuro” a participar de la asamblea de los que se habían purificado para acercarse a Dios. La lepra de hoy no es del cuerpo, sino del alma, y se llama orgullo. El orgullo corroe el corazón, lo hace pedazos, es el pecado mismo que corroe y me impide acercarme a Dios, que es misericordioso. La lepra del orgullo me impide acercarme al amor de comunión con mi esposo y por tanto, al amor de Dios.
La lepra del orgullo le va arrancando trozos a mi corazón. Trozos de paciencia, de bondad, de ternura, de misericordia, de paz, de humildad…
El antídoto queda claro en el Evangelio: Acercarse a Jesús con un corazón contrito y humillado. Acercarse también al esposo con un corazón contrito y humillado. Si quieres, puedes limpiarme, Señor. Él me limpiará y reconstruirá nuestra relación de comunión conyugal, pero después, tengo que dar testimonio.
Aterrizado al matrimonio:
Ella se arrodilló ante el Señor. Llevaba años viendo a su marido como el malo de la película. Tenía razones contundentes. Pero ¿Por qué era posible la relación de Dios con él y no la suya? Era su orgullo, que le nacía de dentro y le impedía ver que ella era tan culpable como él, y que le miraba con mirada pecadora y destructiva.
Él se arrodilló al lado de su esposa, ante el Señor. También llevaba años recibiendo con una enorme soberbia las correcciones de su esposa. Estaba harto de ella. Y ¿Por qué Dios no se hartaba de ella sino que la amaba infinitamente? Y descubrió su soberbia y su orgullo que le impedían ver que él era también causante de que la unión entre ellos no se fuese purificando, ordenando, construyendo, como era su misión. Tenía una mirada sucia hacia ella que no era capaz de considerarla como un don.
Ambos, con el corazón roto en pedazos, se abrazan llorando, suplicando al Señor que les cambie el corazón de piedra por un corazón de carne.
Y Dios se apiadó de ellos, y los perdonó, y les puso por el camino muchos medios de purificación. Diferencias de criterio entre ellos, juicios injustos el uno al otro, ofensas… pero esta vez, no las vivieron como si el otro fuese un apestado, sino que las recibieron como un camino que Dios les ponía para salir de sí y doblegar su orgullo. Esta vez, sí. Se pedían perdón constantemente y recibían las humillaciones mutuas como un regalo.
Aquel matrimonio se fue construyendo, sanando, y hoy, gracias a Dios, son uno. Son un corazón tierno, agradable a Dios.
Madre,
Alabado sea el Señor por los milagros que está haciendo en tantos matrimonios a nuestro alrededor. Es una maravilla contemplar cómo purifica los corazones, transforma vidas y llena de alegría los hogares. En la medida en que nos acercamos a Él y perseveramos con ese “si quieres puedes limpiarme” Él reconstruye, sana, une… Gloria a Dios.